joel
Sin Media Naranja
Estoy solo. Antes creía que no me importaba, pero al llegar a la residencia me di cuenta de cuán importante son las amistades, el contacto con seres queridos, tener a alguien que te visite y te cuide, de vez en cuando. En mi habitación soy un anciano más que nadie quiere, mi origen es callejero así que no conozco a mi familia, la perdí hace mucho tiempo, y aunque mi pelaje es brillante, limpio y sedoso no atraigo más que manos casuales que me acarician con desgana, con el hálito apagado.
Es cierto que me dan de comer, que puedo rascar lo que me venga en gana, pero no solo de eso vive un gato, y menos uno a mi edad, que ya está cansado de brincos. Quisiera poder tener a alguien a mi lado, pero la suerte me es esquiva y cada vez que un anciano me acepta en sus brazos me abandonan sin aviso, sin dejar rastro.
No sé si daré mala suerte, si se cambian de residencia, si se cambian de planta y ya no les reconozco, pues las caras se me dan algo mal y soy animal de costumbres. No sé qué ocurre, pero está claro que algo me pasa, algo malo hay en mí. Pero eso no dejará que me rinda, seguiré buscando a alguien que me ame, aunque sea para simplemente dormir en sus piernas.
Hoy he visto a un hombre que seguramente ya había conocido, pero su gesto cariñoso de acariciarme las orejas me ha parecido un comienzo adecuado. Mientras el hombre caminaba a paso lento a su dormitorio le he seguido, tratando de entablar una conversación siempre sin contestaciones, pero con una sonrisa que eliminaba la necesidad de toda palabra.
Se llamaba Adolfo, su dormitorio era sencillo, había un marco con una foto de sus nietos. Al subirme a mirarla me ha sonreído y me la ha mostrado de cerca. Pronto me invitó a pasar la noche con él y tras una buena comida me he acercado. Estaba escuchando la radio, yo sobre él, manta calentita sobre ambos, él acariciándome mientras asentía hacia la radio, que es una máquina que no comprendo, pues solo suelta balbuceos.
Al día siguiente me he despertado antes que él, he ido a hacer mis necesidades a mi habitación, pero al volver ya no estaba. La foto con sus nietos tampoco, sus enseres habían desaparecido y ante mis llamadas no había nadie que contestara. Salvo un hombre de blanco, que acarició mi lomo y me miró detenidamente, con sus gestos me decía que me marchara. Y así va otro más que no me quiere.
Sé que no es el olor, pues me lavo más de dos veces al día. Soy esponjoso, como bien y no hago destrozos. No molesto con mi habla por las noches, les dejo su espacio y su tiempo, no soy avaricioso en los cariños. Tampoco es mi pelaje, pues no soy un gato negro, y sí conozco las leyendas de los humanos por parte de otros gatos que han sufrido en sus carnes este maltrato psicológico. Pero ninguno era blanco, como yo lo soy. Así que, sigo sin comprender qué es.
Pero qué sería de mí si me rindiera. Así que seguí mi rutina, me lavé, me aseé de nuevo, comí algo, me aseguro siempre de estar impoluto antes de entrar en la sala comedor. Allí había varios ancianos, algunos viendo la televisión, otros jugando al dominó, otros a las cartas, algunas estaban de tertulia. Y yo me senté sobre una señora de pelo rojo muy corto, que me miraba desconcertada pero pronto se le olvidó que estaba junto a ella. Mis arrumacos consiguieron que me acariciase, mis maullidos la enternecieron. Me dio una chuche de las que me encantan, y Encarna y yo ya somos amigos.
Encarna iba por la residencia con un aparato conectado a su nariz, no sé para que servirá pero seguro es importante, así que trataba de no tocarlo ni acercarme, no quería asustarla. Cuando llegamos a mi habitación, Encarna pidió unas pastillas al recepcionista y me cambió la comida y el agua. Maullé nuevamente y estiré mis patas, estaba muy contento.
Pasamos la tarde juntos, ella tose mucho, pero no me importa. Alguna enfermera vino a atenderla, pero ella no paraba de acariciarme, ya me quería demasiado. Soy un gato adorable. Esa noche decidí irme, quizá necesitan espacio a la hora de dormir, quizá es eso. Al día siguiente Encarna estaba sobre la cama, me alegré demasiado al verla. Me subí al lecho, junto a ella, maullé para despertarla, pero nada pareció surtir efecto. Y entonces les vi, los hombres de blanco, llevándose a Encarna sin su permiso, levantándola y metiéndola en una bolsa como si fuera basura. Mis bufidos no les sorprendían ni ahuyentaban, y me puse demasiado triste, porque ahora sabía que había un complot en mi contra.
No soy yo, eran esos hombres de blanco que no querían verme feliz. A la próxima estaría preparado, les atacaría nada más entraran, no abandonaría a mi humano. Pero cuando quise regresar al comedor todos me miraban mal, ya nadie quería acariciarme. Seguramente los hombres de blanco les dijeron a todos los ancianos que yo daba mala suerte, que si se juntaban conmigo les echarían en una bolsa de basura. ¡No es justo!
Me costó una semana encontrar a un anciano que quisiera estar conmigo, pues todos me cerraban la puerta, y mi querida Lola apareció. Dolores era nueva, iba en silla de ruedas porque estaba muy débil, nada más me vio quiso que me subiera encima. Desde la entrada a su habitación estuvo haciéndome arrumacos y mis enseres fueron movidos a su habitación. Dolores tosía más que Encarna, pero no llevaba nada atado a su nariz, sino a su brazo. Le daban comida líquida y nunca salía de su habitación, pero estaba feliz porque estaba conmigo. Y yo también estaba feliz.
Trataba de dormir por las mañanas para estar la noche en guardia, ningún hombre de blanco se atrevió a entrar. Cuando veía alguno pasar por las mañanas de madrugada les bufaba y amenazaba con mis garras. Se marchaban sin mirar atrás. Ese fue mi pequeño triunfo, aunque el resto me odiara no podrían conmigo y con Lola, éramos inseparables.
Mi amistad con Dolores duró más de un mes, aunque no sé contar muy bien el tiempo fue mucho para mí. Cada vez ella dormía más, casi tanto como yo, y comía menos. Mi presencia parecía animarla, porque, como yo, ella estaba sola y no la visitaba nadie. No tenía marcos con fotos de nietos, ni fotos con sus hijos y la enfermera nunca entraba para avisarla de una llamada. Pero ya no estaba sola, porque estaba conmigo, yo estaba con ella.
Recuerdo la semana pasada misma, lo contenta y vital que estaba, parecía que se estaba recuperando. Se levantaba de la cama para ir al baño ella solita. Yo no la dejaba nunca sola y ella lo agradecía. Pero ayer Dolores me dejó y esta vez no fue por culpa de los hombres de blanco. Su voz dejó de escucharse, su aliento dejó de salir por su boca. Aunque mis maullidos estridentes atrajeron enseguida a una enfermera, no se pudo hacer nada. Y entonces aparecieron ellos, para llevársela. Y ahí comprendí que era lo que pasaba.
Pero qué sería de mí si me rindiera. Quisiera poder tener a alguien a mi lado, pero la suerte me es esquiva. Seguiré mi rutina, caminando por los pasillos de la residencia, buscando un nuevo compañero o compañera, deseando no estar en el borde del mundo.
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