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El Belenazo
La noche estrellada, al igual que la mula con el parachoques trasero atrapado entre dos árboles. José bajó a su mujer, embarazadísima, parecía un planeta andante. Recibió dos collejas, que debía haber preguntado un camino más sencillo, que ni conducir mulas sabía. José miró el destrozo, siniestro total. Y los árboles no tienen seguro. Se rascó la cabeza, otra colleja de su mujer.
—¡Maldita sea José! Pero llévame a algún sitio que me mata la espalda y tengo un juanete que tiene juanetes, coño. Que cruz de vida, en serio.
—María… hago lo que puedo —dijo como un perrito siendo castigado, agachaba la cabeza. La cogió de los brazos ayudándola a andar hasta el camino. A lo lejos se leía el cartel del pueblo, “Belén”. Había dos serpientes enroscadas, sería la bandera representativa del lugar.
—Esto del embarazo es una tortura… si lo hubiera sabido antes —Se dejó caer sobre José. Varios tropiezos.
—Haberle dicho a tu palomita que se lloviera en el tiesto —dijo con tono recriminador.
—¡Calla! Qué estamos aquí por un buen negocio.
Un pesebre que por tener pocas estrellas, no tenía. Seguramente las tenía, pero en negativo. José fue a preguntar al recepcionista, pero María miró el lugar como si viera una pocilga de cerdos. Su nariz se arrugaba, el olor era el mismo. Había casetas de madera en hileras que recorrían toda la superficie. La noche penetrante era fría, aunque fuera un sitio de mala muerte debían resguardarse aquella noche.
—Ya está, María. Dice que no les queda habitación pero que tienen una caseta con hueco.
—¿Con hueco? A ver ese hueco….
—Es la tercera de la última hilera, que hay algunos visitantes.
—¿Compartimos habitación encima? ¡Vaya con el pesebre!
—Sí, con una mula y un burro. ¿Te parece mejor así querida? —María refunfuñó sobre José con una furia imparable.
—¡Anda, anda! Vámonos que no tienes ni puta idea de planificar viajes. Viajes El Corte talibán… ¡fíate tú de los talibanes! Anda, vámonos para allá, que nos persigue la pasma.
—Estar embarazada no te va a librar de la cárcel, María. ¿Qué vamos a hacer? —lloriqueaba José.
—Tú seguro que no te libras, conmigo tendrán piedad, no me tirarán piedras al menos —Mientras María hablaba se acercó el recepcionista con la llave de la caseta. Un gordo aceitoso con turbante y túnica desgarrada le hizo una reverencia.
—Señorísima… he oído de su marido que tiene usted al hijo de Dios.
María se quedó loca con aquella afirmación, de repente recordó la estratagema. Se puso en posición.
—¡Ay, bendito pesebre el suyo! ¡Qué decorados! ¡Que humildad la suya! Si supiera como nos persiguen los romanos… ¡ay, esos romanos! Que no quieren que nazca mi mesías.
—Les acompaño a su caseta, que no le pase nada a nuestra virgen. Que estrellas tan bellas tenemos hoy, ¿cierto?
María asintió, sonrisas que tenía que aguantar. Además del mal olor de los animales, estaba el mal olor del recepcionista. Al llegar al pesebre vio a los animales tumbados en la paja. Aquella noche dormirían poco, estaba claro. La fingida sonrisa casi le rompe la cara de tanto forzarla. Al irse el recepcionista María respiró tranquila. Debían prepararse para el pedido. Se sentó sobre la paja a empujar como una condenada, pero nada, que no quería salir el niño. Los reyes magos estarían al caer, se debía realizar el intercambio. Cuando la osa mayor brillaba con más fuerza en el firmamento, se escucharon un par de golpes en la pared del pesebre.
—¿Quién se arrima a mi pesebrito? —dijo José con voz de anciana, para disimular. María desde lejos le insultaba como buen tonto.
—Los reyes magos.
—¿Contraseña?
—Venimos a ver al niño de Dios.
José abrió la puerta, tres reyes magos aparecieron frente a ellos con las mejores galas. Baltasar portaba un collar de oro sobre el cuello que era más grande que la cabeza de José. Quilates.
—¿Y la mercancía? —dijo José.
—¿Y la nuestra?
—Se está horneando —dijo José.
Pero en medio de aquel intercambio aparecieron curiosos. El recepcionista había dado la voz: la santa madre iba a dar a luz al mesías. Campesinos se arrimaban al pesebre con ojos devotos. José tuvo que improvisar.
—¿Qué traéis para el niño, reyes magos? —gritaba casi, María le golpeaba el tobillo disimuladamente para que actuara mejor.
—Eh….. eh…. —El rey mago, llamado Melchor, tartamudeaba— Bueno yo traigo… para el niño mágico, claro, ¡el hijo de Dios, digo! Traigo… ¡oro! Melchor sacó una bolsa dorada, olía extrañamente delicioso. José lo identificó enseguida.
—¡Oh! Qué amable su oro, señor Melchor.
—Yo traigo... incienso —dijo el rey Gaspar—, del bueno. Póngalo en pipa señor José, para que… huela mejor, sabe usted.
Y le ofreció una cajita, pero allí dentro había de todo menos incienso. Entonces se acercó Baltasar muy nervioso. Temblaba. Llevaba lo más importante.
—Yo traigo… —No se le ocurría nada, pero de pronto soltó algo por la boca, como si se le cayera de golpe— ¡mirra! Sí, sí, mirra traigo. Pura mirra, nada de adulteraciones, ¿eh?
—Que amable, Baltasar —Le daba codazos para que se callara con eso de pura, pero al cogerla José se desprendió un poco de la mirra al suelo. Un pastor miró el contenido con rareza.
—¡Vaya! Que mirra más polvorsa, ¿no?
—¡Es que hemos parado en una pastelería por el camino! —dijo Melchor arreglándolo todo— Vaya con los harinazos que había allí.
—¡Ya viene, ya viene la mercan…! —María se mordió el labio— ¡El niño! ¡Ya viene el niño!
Los reyes rodearon a María y no se vio nada, cuando el horizonte se despejó María llevaba en su regazo un manto azul que recubría a su querido niño.
—¡Qué poco llora! Si es el hijo de Dios —dijo un pastor.
—Rey mago, ¿quiere coger al niño un rato? —dijo María. Gaspar asintió y agarró al niño. Le dio un beso en la frente.
—¡Sí, sí! Sin duda es un… hijo de Dios. Vaya Dios, madre mía hostia puta. Perdón, perdón, es que me emociono… ¡qué día de regocijo!
Los pastores se fueron disipando, pero entonces un joven pastor de cabras se acercó corriendo al pesebre. Venían los romanos. Los reyes magos se dispersaron, tenían aparcados los camellos en la parte trasera. Iban bien llenos. Entre el caos nadie se dio cuenta de que se llevaron su parte del crio con ellos. María se quedó con la manta azul, la cual llenó con paja y los regalos de los reyes. Salieron corriendo robando una burra del pesebre, incluso los campesinos la animaban. Debían hacerlo, era el mesías al fin y al cabo.
María y José huyeron. Sanos y salvos. El intercambio había sido todo un éxito. ¡Vaya con la mentira del mesías! Eso no solo les daba una coartada, también una protección increíble. María felicitó a José por aquella idea y este movió el rabo como un perro feliz.
—¿Entonces cuando te toca el crío, María? —preguntó José mientras aligeraba el paso. Los romanos ya estaban llegando a Belén.
—En dos semanas, pero sigamos con la farsa, tu coge bien al niño que luego nos lo esnifamos.


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